Hace poco leí en un blog de branding que decía que si tu marca no es “increíblemente interesante”, no vale la pena que exista porque va a fracasar.
Aunque creo que todo ese concepto está mal (y muy mal), me imagino que el autor de la nota habrá querido decir que entre más interesante sea la historia de una marca, mejores resultados va a tener. O eso quisiera pensar, por lo menos.
Pero, ¿qué pasa con las historias de todos los días? ¿Las de la rutina diaria que nos parecen tan cotidianas que a veces sentimos que mejor ni las contamos?
Como dirían en Mujercitas (Little Women), “¿a quién le interesaría la historia de nuestras pequeñas penas y glorias domésticas?”
Y bueno, ya sabemos cómo terminó el libro de Louisa May Alcott.
Al final, no se trata tantísimo de la historia como tal sino cómo se cuenta. Estoy segura que hay un sinfín de historias como las de Mujercitas que ocurrieron en la vida real. Pero si no se cuentan con el entusiasmo, el detalle y el drama que merecen, seguro son historias aburridas.
Lo que me gusta llevarme de este debate de historias aburridas o interesantes es justo eso: la perspectiva y la emoción que le ponemos al storytelling. Porque si solo contáramos las historias increíblemente interesantes, estoy segura que no tendríamos las mismas risas de tonterías diarias o la sobremesa no fuera asunto de todos los días.
En la universidad, una amiga recitaba poemas en noches de “slam poetry” y lo que nos encantaba de oírla era que podía convertir algo tan mundano como asolearse y convertirlo en una historia espectacular.
De eso se trata, de hacer cualquier evento uno increíblemente interesante.
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