El síndrome del impostor es un fenómeno del que hemos escuchado desde hace ratos. Algunas personas le han apuntado el dedo al sistema excluyente corporativo, pero la realidad es que va más allá de un trabajo; se trata de un tema psicológico y emocional. Y, como ya sabemos cómo funciona la cabecita, este síndrome tiene la singularidad de permear afuera del trabajo también.
Cuando escuchaba del síndrome del impostor en el trabajo me parecía algo ridículo. Si sos buena/o para lo que haces, ¿cuál es el rollo? Sin embargo, conforme fui avanzando (y, menos mal, creciendo), en mi empresa, me di cuenta que cada vez que terminaba una llamada con un cliente (nuevo o recurrente), terminaba empapada en sudor.
Resulta que tengo una capacidad muy bien internalizada para disimular los nervios cara a cara. Es decir, yo misma me veía la expresión seria y compuesta en las llamadas de trabajo pero al mismo tiempo sentía las gotas caerme despacio por todo el cuerpo.
La realidad era otra: estaba dudando todo lo que salía de mi boca.
Poco a poco, casi de forma inconsciente empecé a agendar menos y menos reuniones en un mismo día porque cada llamada equivalía a un Hidravida o Pedialyte. Pero según yo, nada que ver el síndrome del impostor.
Hace dos años, cuando me convertí en mamá por primera vez, esas dudas que venía internalizando en mi día profesional empezaron a (adivinaste) invadir mi headspace personal.
¿Cómo hay mujeres con más de un hijo?
¿Cómo puede ir a recoger a su hija al colegio tan tranquila?
¿Cómo hay mamás tan relajadas?
¿Cómo trabaja tanto y es re buena mamá?
Cómo, cómo, cómo.
Y, como estas preguntas se las hacía al aire en las madrugadas de insomnio, de desvelo o de agotamiento absoluto, las respuestas no llegaban con tanta claridad. Es más, llegaban más como una explosión volcánica que otra cosa - ¿qué estoy haciendo aquí?
Soy una impostora en el mundo de la maternidad.
He llegado a pensar que las crisis existenciales que vienen de cajón con ser mamá suceden porque ese día a día con niños es un sube y baja constante: tiene los altos más altos y los bajos más bajos.
Y eso está bien.
Lo que me costó entender fue que, así como con mi trabajo en Redactiva, poco a poco me tenía que convencer que lo que estaba haciendo lo valía. Para todo, en general, no solo con mis textos sino también con ese tiempo desconectada de la realidad y enfocada en esa vocecita que me dice “mamá” 200 veces al día (algunas entenderán).
Hace poco, le conté a un grupo de amigas con la cara morada de la vergüenza que en la calle me preguntaron si yo era “la de Redactiva”. Y, en plan de chiste y en plan verídico, les confesé que dudé en aceptarlo porque no sabía si el reconocimiento era positivo o no, legítimo o no.
“Qué horror, el síndrome del impostor es real, ¿verdad?”, fue la respuesta de una de mis amigas.
Claramente no era a la única que le pasaba y lo peor de todo es que todas mis amigas son extraordinarias para lo que hacen como profesión y a nivel personal (sí, estoy sesgada pero no me importa). Esa realización me cayó pésimo.
A raíz de esa conversación y de que mi hija acaba de cumplir 2 (hora de ver mil y un fotos desde el día que nació hasta hoy), me propuse cambiar esa historia que tenemos tantas personas de dudar y dudar sobre todo lo que hacemos.
Está bien dudar, lo que no está bien es que nuestro narrador interno use ese mecanismo como el ajuste automático en nuestra historia. Sigo trabajando en quitar ese “ajuste”, pero con solo estar consciente del tema es un primer paso a cambiar cómo contamos la historia que queremos escribir.
Eso es todo por hoy, nos vemos el próximo miércoles en tu buzón de entrada a las 7am hora GT.