Toda la vida he tenido clarísimo que los colores de mi clóset son estos tres: azul marino, beige y negro.
Mi cuarto siempre fue de colores relativamente neutros y bueno, todo en mi casa seguía ese patrón. En la universidad, mis amigos se reían de mis “paredes blancas” y cuando me sentía “trendy” usaba un accesorio con color. Un accesorio con color.
Con el tiempo, he conocido a personas opuestas a mi beige. Estas personas se definen como fiel creyentes del “más es más” y mi cerebro no lo puede procesar porque nació programado para el “menos es más”. Pero lo más interesante de estas personas es que, además de causarme un leve corto circuito, también me han enseñado a perderle el miedo al color.
La historia del minimalismo versus el maximalismo es solo eso, una historia más. Como crecí rodeada de neutros, crecí pensando que eso era lo estándar y lo “adecuado”. Pero lo bueno de conocer a gente diferente a uno es que aprendemos a encontrarle el encanto a lo que no es la norma en nuestra percepción de gustos.
Al principio, mi cabeza de forma automática gritaba un “obviamente más no es más”, pero de la nada una marca Instagram me hizo ponerle atención a patrones. Y de repente otra historia me hizo tomar una pausa en una foto de un cuarto con papel tapiz. Y así, la vida de colores, patrones y…más.
Como a cualquiera (¿espero?), de vez en cuando se me vienen a la mente algunas frases que, por alguna extrañísima razón, se me han quedado grabadas. Pero esta frase en particular me salta con resolución HD cuando quiero comprar una camisa blanca más:
La frase es de un compañero del colegio que usó esta descripción para referirse a uno de mis amigos: “él es como helado de vainilla. Sí, así, sin mucha gracia pero queda bien con todo”.
Por una razón más extraña aún, sigo siendo amiga de esa persona que usó esa descripción, pero me pareció tan acertada que ni siquiera pude rebatirlo. Hay personas vainilla y por mucho tiempo yo también me catalogué como tal.
El problema, resulta, es que jamás (¡jamás!) pediría un helado de vainilla en Pops. No, en Pops se pide un helado de uva, de galleta, de café o de pistacho cubierto de chocolate. O de chocomenta. Más es más, más es siempre más.
Entonces, obviamente, tuve una crisis existencial porque me di cuenta que no es “bueno” versus “malo”; que no tiene que ser “beige” versus “color”. Pero al final, ese va y viene de este debate mental (algo innecesario) me regresó al storytelling del que tanto hablo. Menos mal.
Un par de marcas y una frase tonta (pero muy cierta) sobre el helado de vainilla me despabilaron un poco y me ayudaron a cambiar la historia que había construido sobre el minimalismo. Como todo, se trata de la historia que nos contamos a diario para tratar de descifrar lo que sucede a nuestro alrededor.
Aunque algo existencial la situación (y cómica), también es un ejemplo mundano de cómo las historias que construimos van formando cómo actuamos, cómo pensamos y hasta cómo nos vestimos. O el helado que pedimos en Pops.
Así que, como soy valiente (y altamente susceptible al storytelling de marcas en redes sociales), la semana pasada me atreví a comprar una blusa 100% cubierta de patrones y colores fuertes. ¿Lo que me llevo de esta compra? Además del impulso, me queda claro que el storytelling (de una marca en este caso, pero en la vida en general) es tan poderoso que hasta puede convertir a una beige en una Barbie pink.
Y eso es mucho decir.
Eso es todo por hoy, nos vemos el próximo miércoles a las 7am hora GT.
¡Me encantó!